por María José Cantalapiedra
Eres de Barakaldo si el taxi no forma parte de tu acervo cultural, de tu imaginario social, de tu idiosincrasia. Esto es, si no coges taxis. Ni en el plano real ni en el simbólico. En el primero, el real, los taxis son blancos. Quietos, callados, aguardan la llegada de algún cliente sabiendo que casi siempre son la última opción, que éste habría preferido cualquier otro transporte —incluida la levitación— antes que atravesar la ciudad ajeno a sus calles y ajeno a sus pensamientos, únicamente centrado y concentrado en el taxímetro que, prosaico, fluye sin romanticismo ni glamour.
En el segundo, el simbólico, los taxis son amarillos. Siempre amarillos. Porque de ese color son los taxis en la ciudad de Nueva York. Porque esa es la ciudad que aparece cuando miramos el mundo a través de una pantalla. El taxi simbólico es amarillo y nunca está en una parada, no, rueda por la ciudad, y los seres que lo habitan —los pasajeros, no los taxistas— miran la calle sin saber que otros los miramos a ellos y levantan la mano, habitualmente la derecha, al tiempo que dicen la palabra mágica: ¡Taxi!
Y un taxi, amarillo, se acerca y para a la altura de esos seres que los habitan. Seres que han conseguido destruir muchas de las barreras sociales que aún perviven en el plano real, el de los taxis blancos. Da igual la raza a la que pertenezcan las mujeres que buscan un taxi amarillo, da igual la religión que profesen o la profesión que ejerzan. Eso al taxi le resulta irrelevante. El taxi para junto a ellas, con su pelo ondeante o recogido, porque las reconoce por sus zapatos.
Sí. Para subir a un taxi amarillo hay que estar subida, previamente, a unos zapatos que provienen del platónico mundo de las ideas.
No se ven taxis amarillos en Barakaldo. Yo al menos nunca los vi. Taxis que acuden a la llamada de mujeres divinamente calzadas, que cruzan en ellos la ciudad con el íntimo y callado sentimiento de estar en el centro del mundo.
¿Es posible cambiar el plano real a través del simbólico? ¿Es posible que, si caminamos como si estuviéramos divinamente calzadas —aunque no lo estemos—, si nos asomamos a la calle y levantamos la mano al tiempo que decimos ¡taxi! tal vez, quizás, podamos cruzar Barakaldo en un taxi de color amarillo?