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Opinión | Dulce Navidad


por María José Cantalapiedra

Otra Navidad. Una cita anual religiosa y/o social de encuentros familiares, excesos gastronómicos, ilusión infantil, búsqueda de regalos y nostalgia invasora. La publicidad muestra los encuentros familiares llenos de belleza y calidez, los desahogos en el bar y los monólogos los muestran repletos de rencillas históricas y de disputas eternas. Los excesos gastronómicos incluyen siempre langostinos, al menos por estos lares. La ilusión infantil es universal y la única parte que en ningún caso se ensucia. La búsqueda de regalos puede resultar angustiosa, los armarios acumulan bufandas y perfumes, no es fácil dar con algo original y emocionante. Y luego está la cosa del presupuesto. Por último la nostalgia invade todas las casas, necesariamente, porque una navidad remite a otras anteriores, pasadas en otros lugares o con otras personas, en otro contexto vital y social.

La ilusión infantil, que se atesora en el recuerdo y se revive a través de los que hoy son niños, es la que rescata la belleza de la navidad, la razón por la que uno se afana en cumplir los requisitos de las fechas. Quizás por ello, el Parque Infantil de Navidad, tal y como publicaba Barakaldo Digital el 4 de diciembre, para celebrar su 50 aniversario decidió recuperar la Noche de los Padres, un PIN para padres, donde poder comportarse como niños. Saltar en camas elásticas, el tren de la bruja, autos de choque, barco pirata… Quién no recuerda esas atracciones y la profunda emoción que infundían y lo que costaba que los padres dieran dinero, nunca suficiente, para montar en ellas.

Poder comprar una entrada para vivir la Navidad como un niño sería fantástico. Los encuentros familiares con primos y abuelos eran como en los anuncios. Buscar los mejores manteles, la vajilla de las ocasiones especiales, preparar las cenas y comidas con tanta antelación y trasiego, las cartas a los Reyes Magos, a Olentzero, con la certeza de que vendrían, con la incertidumbre de si habías sido lo bastante bueno para que cumplieran las peticiones, rasgar el papel de regalo, enseñar a los amigos lo que habían traído. Y todo sin sentir nostalgia, en la creencia de que cada año vendrían de nuevo los abuelos, los primos, los Reyes, Olentzero y la película de la pequeña cerillera y el alivio cuando su abuelita —que no abuela— fue a buscarla. Una noche de niños debería ser posible.