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Opinión | Ríos, montañas y centros comerciales


por María José Cantalapiedra

Eres de Barakaldo si evocas un pueblo o una ciudad entre montañas, junto al mar, recorridos por un río o atravesados por un centro comercial. Esto es, si olvidaste que los llamados centros comerciales son construcciones —físicas y sociales— humanas y los incorporaste a los conocimientos de Geografía adquiridos en el tiempo de la vida que transcurre en el aula. Así, cuando, por razones inextricables, recordamos los accidentes geográficos, como quien recuerda las preposiciones, aparecen ríos, montañas, océanos, volcanes, glaciares y centros comerciales.

Incluso tienes en la memoria el día en que la profesora de Geografía (en el recuerdo es una mujer quien explica la geografía) impartió la lección sobre los centros comerciales. Recuerdas que suspendiste un examen en el que preguntaba, precisamente, por su fauna y flora.

La anteiglesia fabril está guardada por centros comerciales, una forma de muralla distinta de la pirenaica y distinta también de la de China o la de Ávila (seamos sinceros, no conocemos más murallas). Los centros comerciales actúan de manera simultánea como tractores de visitantes, espacio de relación y aislante social. Así, muchas personas de otras localidades acuden a nuestros centros comerciales para hacer compras, de la misma manera que se acude a una playa a coger olas.

Por otro lado, los centros comerciales son también entendidos como esas calles con soportales por las que se puede pasear en los días de lluvia. Aunque la función es compartida, el contexto es distinto. No hay aire en los centros comerciales, no hay luz natural, no hay olores, tal vez el de las comidas que se ofrecen en los restaurantes y bares con que cuentan, y el ruido es el propio de un espacio cerrado que acoge a muchas personas. Los centros comerciales albergan relaciones sin frío ni calor, sin viento ni lluvia, donde se puede satisfacer cualquier necesidad entre muchedumbres ruidosas y conseguir que los días pasen sin dolor ni emoción.

En la misma medida aíslan a las personas que acuden a su refugio de lo que sucede más allá de sus fronteras, en lugares donde sí hay viento y lluvia, calor y frío, donde los comercios están a veces escondidos, donde en ocasiones hay capricho, lentitud y deleite, o tal vez devastación y necesidad. Son prácticos. Y son cómodos. Mas no tienen arte ni duende. Y no confieren identidad. En todo caso la muerden.