Familia San Miguel de Castro Urdiales. Foto: Fotos antiguas de Castro Urdiales / Juan Francisco Ureta
por María José Cantalapiedra
"Volvías a Barakaldo. Moreno, lleno de cardenales y postillas, tras un verano de libertad. Ennegrecidos regresábamos, pecosos, elásticos y huesudos" |
Los coches no tenían aire acondicionado y los niños apostábamos, en una emulación inconsciente de los Monty Python, qué viaje sería más largo, más caluroso, más fatigoso.
Antes de salir el padre se repantingaba en el butacón de la sala o en una silla de la cocina y apremiaba a la madre augurando caravanas eternas, veranos encerrados en un atasco sin principio ni fin de otros Simca, de 600, de algún Renault. Y ella se afanaba en dejar la casa recogida, en preparar los bocadillos de tortilla para el viaje, en que no se olvidara nada esencial para pasar el largo verano escolar.
Conseguías llegar, a pesar de que siempre algún hermano se mareaba, algún otro suplicaba parar para hacer pis, el más pequeño preguntaba cuánto falta sin haber salido de Barakaldo, el padre bajaba a los santos del cielo y la madre pasaba el viaje girada hacia atrás.
Llegados abrazábamos a las abuelas enlutadas, algunas con el bigote rubio o encanecido, imperceptible hasta el beso. Y nos íbamos a recorrer el pueblo desafiantes hasta que otra anciana que no era la nuestra hacía la pregunta terrible de rigor: "Y tú, ¿de qué casa eres?" "Pues yo soy nieto de Fulanito de tal y de cual". Pero tus abuelos no te garantizaban un lugar en aquella tierra, pertenecías a la especie de los veraneantes. Aunque sacaran parecidos razonables o imposibles con miembros muertos o vivos de tu familia.
Volvías a Barakaldo. Moreno, lleno de cardenales y postillas, tras un verano de libertad. Ennegrecidos regresábamos, pecosos, elásticos y huesudos. Y entonces otra anciana te preguntaba de qué pueblo venías. Y tus padres no te garantizaban un lugar en esta tierra.