Foto: Mercadolibre
por María José Cantalapiedra
Eres de Barakaldo si en tu casa, la casa de tus padres o tal vez la de tus abuelos hay una enciclopedia de Maravillas del saber. Doce tomos encuadernados preferiblemente en rojo que simbolizan la profunda confianza de una generación en la capacidad curativa de la educación. Una generación de hombres y mujeres que casi nunca fueron a la Universidad y que estaban convencidos de que si sus retoños estudiaban se curarían de todos los anhelos que a ellos les dolían. Las tardes de invierno teñidas de incomprensión por los absurdos problemas de trenes y destinos se verían aliviadas por aquella enciclopedia. Eso dijeron los vendedores.
Sólo había que encontrar el tomo adecuado. Y dentro del tomo, la página precisa. Ahí estarían esperando, plácidamente, trenes y destinos. Los problemas resueltos. Cada tomo traía alivio para muchas tardes. Comprar las Maravillas del saber era comprar un billete a la Universidad.
Así que la compraron. Los vecinos también. El bloque al completo. El barrio entero. Porque traía todas las respuestas. Porque además el índice era un GPS del conocimiento. Porque los contenidos se habían elaborado adaptados a los programas escolares. Era un arma letal. Los tomos de Maravillas del saber convertían a los niños en carne de Pasapalabra o de Saber y ganar. Y los padres pagaron las cuotas de las Maravillas, aunque no siempre de maravilla.
Aún lucen en el mueble de la sala, perfectamente ordenados, impecables, porque la encuadernación no era mala y porque apenas se usaron. Al final resultó que los trenes que esperaban plácidos en su interior no tenían el mismo itinerario ni velocidad ni horario que los que ponía la profe, que la fotosíntesis resultaba igual de incomprensible que en el libro de texto, que las guerras púnicas eran igual de adormecedoras, que la rima asonante tenía no sé qué barullo con alguna sílaba tónica, y que el nucléolo y su naturaleza multifuncional daba la misma risa dentro y fuera de los tomos. Qué decir del polisíndeton.
Las Maravillas del saber se veían como un forfait a la orla universitaria que, tal vez, se colocaría junto a los tomos, en la misma sala, con la fotografía de jóvenes que no harían turnos en la fábrica y que, tal vez, mirarían con condescendencia a los padres que, a pesar de pagarla, nunca cataron sus maravillas.